Autor:
Constantino Díaz Fernández
Desde hace algún tiempo,
por inexcusables exigencias de observar un especial cuidado en la dieta
alimentaria, me he visto en la necesidad de prestar particular atención a la
composición de los alimentos a incluir en la cesta de la compra. Esta tarea,
sin dificultad aparente, tropieza con el no despreciable obstáculo de tener que descifrar lo que se esconde
detrás de la ingente cantidad de aditivos alimentarios que, de manera
generalizada, están integrados en los ingredientes de la inmensa mayoría de los
productos elaborados y/o envasados que consumimos. Es notorio, que las normas
vigentes sobre el etiquetado de los productos alimenticios derivadas del Real
Decreto 1334/1999, y todos los demás que, atendiendo a directivas del
Parlamento Europeo, las han ido modificando, han puesto un cierto orden en lo
referente a la información a facilitar al consumidor; así pues, al día de hoy, en
las etiquetas de los productos envasados se puede encontrar, desde información
nutricional completa (energía, proteínas, hidratos de carbono, grasas, etc.),
cualitativa y cuantitativa, hasta el conjunto de los ingredientes más característicos
de que consta el producto; todo esto, bastante claro y conciso. Lo que ya no
está tan claro, dada la exigua información exigida por la actual normativa, es
lo relativo a los aditivos (incorporados en la propia lista de ingredientes); aquí
nos tendremos que conformar con disponer de un código (en algún caso, los
menos, también se incorpora el nombre específico), quedando cualquier otra información
adicional: cantidad añadida, ingesta diaria admisible (IDA), efectos
secundarios que el aditivo puede causar en el organismo, interacciones con
otros aditivos, precauciones a tomar por personas sensibles (niños y algunos
enfermos), etcétera, que, siendo manifiestamente necesaria, es deliberadamente
excluida.
De forma genérica, los aditivos
alimentarios, que ya se vienen utilizando desde siglos atrás, han experimentado,
particularmente en los últimos 50 años, un notable incremento. Durante este
tiempo, el desarrollo de la ciencia y la tecnología en el campo de la alimentación
ha descubierto y puesto a disposición de esta industria una importante cantidad
de sustancias, naturales y sintéticas, que incorporadas a determinados
productos los hacen susceptibles de modificar sus características físicas,
químicas o biológicas, buscando, habitualmente, un mayor atractivo para el
consumidor (color, sabor, etcétera) y, casi siempre, una mejor y más larga
conservación; todo ello sin que, supuestamente, a las concentraciones máximas
autorizadas, representen un serio riesgo para la salud del consumidor. En este
momento, autorizados en la Unión Europea, e identificados por la letra “E”
seguida de un número de referencia, existen más de 400 aditivos, clasificados,
a efectos de etiquetado, en unas 26 clases funcionales: colorantes, conservantes,
antioxidantes, edulcorantes, acidulantes, emulgentes…., hasta el total indicado.
Esto, por si mismo, puede dar una idea de la gran complejidad que rodea a todo
lo relacionado con el tema, lo cual contribuye a crear una gran behetría en el
elemento final de la cadena: el consumidor.
Se puede admitir, en
términos generales, que existen razones fundadas que justifican el uso de los
aditivos: económicas, logísticas, psicológicas, tecnológicas, nutricionales….,
entre otras; si bien, con distinto peso específico. Es evidente, que su empleo introduce
determinados factores positivos y hacen que muchos productos sean más
accesibles y manejables para los consumidores, sin olvidar, por otro lado, los
beneficios que de ello se derivan para los fabricantes, como también lo es el
hecho de que, en no pocos casos, entrañan ciertos riesgos que quedan, exclusivamente,
a cuenta y cargo de los primeros. Tampoco se debe ignorar la controversia que
existe sobre este tema por parte de organizaciones internacionalmente reconocidas
y la preocupación de las autoridades competentes por mantener el control sobre el mismo; todo ello
dentro de un marco en el que se cruzan multitud de intereses. Durante los
últimos años se han ido eliminado sustancias que previamente estuvieron
autorizadas, a las que, con toda probabilidad, se añadirán otras en el futuro;
igualmente, estudios basados en experiencias acumuladas en el tiempo han
aconsejado modificar la ingesta máxima diaria inicialmente recomendada en
algunas otras, admitiendo, mediante estas revocaciones, que decisiones anteriores
no habían sido plenamente acertadas. Todo esto nos debería orientar hacia la
cautela, llevándonos a una elemental conclusión: la vigencia de una autorización
administrativa para el empleo de un determinado aditivo, en un determinado
momento, no le da, en sí mismo, ninguna garantía de inocuidad.
Sería muy difícil y
complejo, amén de siempre discutible, establecer un juicio de valor sobre el
ratio riesgo/beneficio de los aditivos alimentarios (tanto los naturales como
los obtenidos por procesos químicos de síntesis), sin entrar en el perfil de
cada consumidor (características personales, hábitos de consumo, etcétera), ni pormenorizar
para cada uno de ellos; pero, sin ánimo de ser exhaustivo, ni entrar en
complejas disquisiciones, sí se pueden sugerir algunas actuaciones básicas y
elementales que sería muy conveniente observar: leer detenidamente las
etiquetas de los productos antes de comprar, identificar que tipos de aditivos
contienen, informarse de lo que hay detrás de cada uno de los códigos que los
identifican (fundamentalmente el tipo de sustancia y sus posibles efectos
tóxicos) y, en caso de duda, cuando ello sea posible, preferir siempre alimentos que no contengan
aditivos de los grupos en los que se encuentran los que mayor riesgo potencial
ofrecen (colorantes y conservantes).
Como principio general, deberán siempre conocerse y analizarse los tipos
de aditivos que habitualmente estamos ingiriendo y cuantos productos diarios, o
con elevada frecuencia, estamos consumiendo que contengan esos mismos aditivos.
Es importante tener en cuenta, que el notable incremento en el consumo de productos elaborados y envasados que en los
últimos tiempos se viene produciendo, y el generalizado uso (no sé si también
abuso) que, fundamentalmente por razones económicas, están haciendo los
fabricantes de este recurso, puede hacer que estemos aumentando de manera
significativa la ingesta diaria de ciertos aditivos poco recomendables,
incrementando, por tal motivo, el nivel de riesgo que tal práctica puede representar
para nuestra salud. Lo que, bajo ningún pretexto, no debería tolerarse, es la
carencia de la información necesaria y suficiente que, en el acto de compra de
un producto destinado a la alimentación,
se debería ofrecer al consumidor, hurtándole, de manera flagrante, la
posibilidad de que sea este último el que tome, consciente y responsablemente,
la decisión que estime oportuna.
La Comisión Europea, con sede en Bruselas, tiene pendiente, desde hace años,
una revisión general de toda la legislación actualmente vigente sobre el asunto
de los aditivos, pero, por una u otras razones, el tema sigue en el olvido. Es
evidente que, en estos últimos dos años, la crisis económica y financiera que
ha amenazado con llevar al traste todo el sistema, ha supuesto una
concentración del esfuerzo para todas las instituciones europeas, dejando
aparcados otros temas considerados de orden menor, aunque el caso que nos ocupa
no lo sea tanto. Es de esperar, y de exigir, que esa mesnada de provectos
sinecuras, procedentes de los excedentes políticos de los países miembros de la
Unión, gozando de unas condiciones personales y económicas de autentico lujo,
se muevan con un poco más de soltura y den curso a tantos asuntos pendientes
como acumulan, entre los que se encuentra el que referimos.
En ningún caso estas
líneas pretenden condenar, ni siquiera
juzgar, el uso de los aditivos alimentarios, ni mucho menos confundir ni desorientar a nadie; simplemente
crear un estado de conciencia sobre un tema tan importante como la alimentación
que, por influir decisivamente en nuestra calidad de vida, tiene un papel
relevante y, por ende, merece la pena tener en cuenta y conocer. No se trata, por
tanto, de generar preocupación, sino de invitar a la acción. En la medida que
esta pequeña introducción lo consiga, se podrá considerar el objetivo como
cumplido.
Oviedo, 1 de agosto
de 2010
Nota: Artículo publicado en el diario La Nueva España de Oviedo, con fecha 17 de marzo de 2008
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