Muchos, variados e importantes, son los retos a los que se
tiene que enfrentar la Iglesia Católica para que pueda seguir garantizando su
supervivencia a lo largo de los siglos venideros. Para una Institución con más
de dos milenios a sus espaldas, que ha tenido una gran influencia en las
sociedades donde se ha implantado, siempre próxima a los centros de poder, gozando
de múltiples privilegios y disfrutando de total impunidad, acostumbrada a no
rendir cuentas de sus actos, la adaptación a los complicados tiempos en los que
vivimos no le está resultando nada fácil. La estructura monolítica de la propia
organización, con gran inercia al cambio, incluso al que se demanda dentro de alguno
de sus propios órganos internos, supone una dificultad añadida y hace aún más
difícil, si cabe, emprender esta empresa, máxime en una época que no avanza
siglo a siglo, sino que lo hace día a día.
Independientemente de creencias religiosas, más o menos
arraigadas, no es difícil de admitir que una institución como la Iglesia
Católica, si cumple fielmente con su fin primordial, que no es otro que
divulgar los Evangelios y actuar en total y absoluta conformidad con sus
principios, es, además de útil, también necesaria. Nada que objetar ni reprochar
a unas enseñanzas que nos conducen a respetar, auxiliar y socorrer a nuestros
semejantes, a dar un mayor sentido a nuestra existencia y reforzar los
fundamentos esenciales de la moral, amén de ayudarnos, con su mensaje de fe y
esperanza, a superar los múltiples obstáculos que se presentan a lo largo de nuestra
vida, confortándonos, finalmente, para afrontar el inevitable trance de la muerte.
El problema, pues, no está en la misión, sino en la peculiar forma de llevarla
a cabo, en apartarse de su auténtico camino y no saber predicar con el ejemplo, en pegarse demasiado
a las cosas terrenales atendiendo más a los asuntos del cuerpo que a los del
alma. Ese es, precisamente, su auténtico talón de Aquiles y donde,
necesariamente, se tiene que poner el acento.
No
existe la menor duda de que algunas organizaciones promovidas por la Iglesia, como el caso
de Cáritas, están realizando una labor social encomiable, y que muchas personas
vinculadas a la misma, a veces en condiciones infrahumanas, están entregando
materialmente su vida en beneficio de los más necesitados, sin pedir ni esperar
nada a cambio, solo movidas por su elevado concepto de la caridad. No se trata,
por tanto, de descalificar a la Iglesia en su conjunto con una enmienda a la
totalidad, ni, menos aún, promover una conspiración
vesánica para borrarla de la faz de la Tierra, como desde algunos sectores
radicales se pretende, sino el sacar a la luz y denunciar los daños causados
por determinadas personas de su entorno (demasiadas, por desgracia) que no
merecen, o no han merecido, pertenecer a una institución de esta naturaleza, por razón
de haber cometido actos vituperables con el incuestionable agravante de su
condición de clérigos, amparados, algunas veces, por la tibieza de aquellas
autoridades eclesiásticas que tenían la obligación de evitarlo, y, lo que es
más grave, por connivencia, en otras.
A
lo largo de los siglos, junto con grandes hombres y mujeres que han sido
ejemplo a seguir, la Iglesia ha tenido en su interior a personas que han
representado justamente lo contrario, incluso en sus más altas instancias. Los
papas Calixto III y Alejandro VI, de la saga de los Borgia, familia cruel y
deseosa de poder, no han pasado a la historia precisamente por su piedad y
honestidad, sino por escándalos indignos de la jerarquía que ostentaban. Otro
tanto podríamos decir del Papa Pablo III, que practicó el nepotismo y amaba las
artes tanto como a las mujeres, con prácticas incestuosas y proxenetas, o de
Pablo IV, Gran Inquisidor y maestro de la tortura, en quien se inspiró Hitler, por
poner solo algunos ejemplos de personajes que amancillaron la silla de San
Pedro. Algunos altos dignatarios, como los cardenales Richelieu y Mendoza,
entre otros menos conocidos, amén de una interminable lista de arzobispos y
obispos también han sido igualmente exponentes de vidas poco ejemplares, que no
han contribuido precisamente al fortalecimiento de una Institución que se
autodeclara fundada por Cristo. Todo ello, sin olvidarnos de las muchas
conspiraciones y componendas que se desarrollaron en su seno, con el único objetivo
de acrecentar riquezas y poder, sin reparar en daños. Está claro, por tanto, que, en todas las épocas de su larga historia,
siempre ha habido convulsiones y situaciones inconfesables, aunque, por
tratarse de una Institución tradicionalmente muy protegida, siempre se ha
tenido especial cuidado en que no fueran reveladas. En los tiempos actuales, en los que todo
está mucho más abierto y las noticias
recorren el orbe en segundos, resulta mucho más difícil mantenerse opaco. El
mayor nivel de información, unido a una más alta formación y libertad de
expresión, hace que todo pueda ser
analizado y cuestionado. Todos debemos asumir
esta realidad y convivir con ella, sin excepciones.
En
tiempos recientes, desde el año 1985, en el que se destapó en Estados Unidos el
abuso sexual a menores por parte del párroco de Luisiana, Gilbert Gauthe, pasando
por Irlanda con la escalofriante cifra de los más de 2.000 testimonios que
relatan abusos físicos y sexuales a niños, destapada en el 2009, hasta los más
recientes escándalos sacados a la luz correspondientes a Los Legionarios de
Cristo, orden fundada en 1941 por el religioso mexicano Marcial Maciel, fallecido
en el año 2008, que ha tenido varios hijos y será recordado por la historia
como culpable de multitud de abusos sexuales contra menores y sistemático
consumo de drogas, se multiplicaron las denuncias por este tipo de actos
vergonzantes que, difundidas profusamente por todos los medios de comunicación,
están sumiendo a la Iglesia en una de
las peores crisis de los últimos decenios. La condena que el Papa Juan Pablo II
hizo pública con ocasión de los desenfrenos denunciados por el diario Boston Globe
en USA, y el compromiso público que Benedicto XVI estableció el 21 de abril de
2010 en el Vaticano de tomar acciones para enfrentar el escándalo mundial por
las denuncias de abusos sexuales cometidas por sacerdotes, no han sido seguidas
de medidas concretas suficientemente contundentes para erradicar, de una vez
por todas, este vergonzoso, oscuro y denigrante problema, quedando todo resumido a inútiles actos testimoniales de declaraciones de intenciones.
La
Iglesia Católica Apostólica y Romana, con cerca de 1.200 millones de bautizados (un 17 %
aproximadamente de la población mundial), según datos recogidos por el Anuario
Pontificio de 2011, no puede permanecer ni un momento más sin acometer un plan
definitivo para combatir de forma eficiente los tres problemas más graves que en este momento
están socavando sus cimientos y que están poniendo en solfa sus votos de
castidad, pobreza y obediencia: los abusos sexuales, la pedofilia y las estafas
financieras. Todo ello sin demorar más tiempo el ejercicio de una exhaustiva y serena reflexión
interna para abordar el necesario proyecto de una profunda renovación;
condición sine qua non para poder afrontar y superar los muchos e importantes
retos que tiene planteados y garantizar su proyección hacia el futuro. Probablemente
no será necesario rescatar el ideario moral
que el sacerdote y reformador religioso
Arnaldo de Brescia planteó en el siglo XII, aunque todavía podría tener
cierta vigencia en nuestros tiempos, pero sí establecer los fundamentos
esenciales para impartir su credo por encima de cualquier otro interés, haciéndose
más creíble y fomentando la participación de los seglares, como receptores
finales de su mensaje, logrando, al mismo tiempo, que sea entendida, aceptada y
respetada por los clérigos, compatibilizando sus derechos fundamentales como
personas con el ejercicio de sus funciones pastorales.
La Iglesia del siglo XXI tendrá que realizar un gran esfuerzo
para recuperar las conexiones de sus
instituciones eclesiales con la sociedad a la que sirven, actualmente muy debilitadas. No es sostenible que sus
encuentros se vayan progresivamente reduciendo a acontecimientos tales como bautizos, comuniones, bodas o entierros. No es
entendible que en España, por utilizar un ejemplo significativo, más del 80 %
de los jóvenes se declaren católicos y apenas un 4 % de los mismos admite
seguir la doctrina de la Iglesia. No es admisible que una gran mayoría de
sacerdotes realicen su labor como si se tratare de meros administrativos,
entendiendo su estado como una profesión, limitándose a celebrar los cultos
obligatorios y cerrando las iglesias para refugiarse en la comodidad de las
casas sacerdotales o residencias privadas, sin salir a la calle para dar
testimonio del Evangelio y encarnarse con los problemas de la sociedad,
ofreciendo orientación y apoyo a todos cuantos lo necesiten. Algo tiene que
estar pasando para que todo esto suceda, y algo tendrá que hacerse para
evitarlo.
Mucho empeño se deberá poner para afrontar la tarea de
superar los desafíos que en todos los órdenes: social, político, económico y
cultural tiene planteados la Iglesia, y muchas mentalidades habrá que cambiar,
partiendo de la base de que está viviendo en un mundo que pocas veces tiene algo que ver
con la realidad, para tener posibilidades reales de conseguirlo. Asuntos tan
importantes como la recuperación de la confianza, reconociendo todos sus errores y
reparando, en la medida de lo posible, los daños causados, estableciendo los
mecanismos necesarios para que estos no se repitan; abordar los cambios
necesarios para afrontar un nuevo marco de relaciones con los poderes civiles, partiendo de una realidad indubitable: la progresiva e irreversible pérdida de su influencia y su final
independencia, con la consiguiente extinción de sus privilegios; resolver los problemas de su financiación
con la gestión ortodoxa de su patrimonio
(muy abundante por cierto), y las aportaciones exclusivas de sus fieles;
abordar el importante problema de la caída de vocaciones, eliminando absurdas
tradiciones, tales como el celibato, y reconsiderando, en todos los órdenes, el
papel de la mujer, incluido su acceso al sacerdocio; cambiar las pautas de
comportamiento de todas las jerarquías eclesiásticas, que tradicionalmente se
habían venido rigiendo por criterios políticos y económicos para pasar a
hacerlo exclusivamente por criterios pastorales derivados de la propagación de sus propios evangelios, como debería de ser por su propia
naturaleza, son solo algunos de los temas más importantes que tendrían que
estar entre sus principales e inmediatos objetivos.
Por todo lo expuesto, la profunda renovación que tiene que abordar la Iglesia Católica, que ciertamente se presenta harto complicada y difícil, deberá superar multitud de dificultades y, sobre todo, requerirá mucho tiempo e ímprobo esfuerzo, pero a la que tendrá que entregarse sin más dilación ni reservas. Lo que está en juego es ni más ni menos que su propia supervivencia. El mayor problema para poder llevar a cabo todo este complejo y delicado proceso probablemente será de naturaleza más endógena que exógena. El escándalo de filtración de documentos, conocido como “Vatileaks”, en los que se imputan actos de corrupción en la administración de la Ciudad del Vaticano y lavado de dinero en su sistema bancario, además de denunciar luchas políticas internas entre cardenales compitiendo por el protagonismo para posicionarse ante una futura elección papal, mientras el actual Pontífice, a punto de cumplir 85 años, centra su menguante fuerza en otros asuntos, demuestran un desorden y decadencia difíciles de superar. Los rumores de los que hace poco se hizo eco la prensa italiana sobre la preparación de un posible atentado a Benedicto XVI, surgidos de la visita que el cardenal Paolo Romeo de Palermo hizo el otoño pasado a China, y las arremetidas contra el secretario de Estado, número dos de la Iglesia, cardenal Tarcisio Bertone, con los rumores de su posible sustitución por el arzobispo de Milán, cardenal Angelo Scola, pueden ser algo más que fantasías y estar detrás de algunas reformas que, de forma discreta, parece que ya se empiezan a estar gestando. De momento, las fuentes oficiales de la Iglesia consideran que todo esto no son más que ridículas especulaciones; pero, de resultar ciertas, no se estará en el mejor camino, ni se llevará el equipaje adecuado, para conseguir los objetivos propuestos. Lo lamentable de todo esto es que la gran perdedora, sin duda, sería la propia Iglesia. A pesar de todo, aún queda la esperanza que, al ser obra de Dios (al menos así lo predican), la inspiración divina, de la que debería estar dotada, contribuya, más temprano que tarde, a que se imponga la cordura y se superen tantos y tan grandes obstáculos propios de la condición humana. Por el bien de muchos, que así se cumpla.
C. Díaz Fdez.
Oviedo, 05 de marzo de
2012
Nota
al margen
Desafortunadamente, la persistencia en los errores, unida a la falta de
voluntad para corregirlos, que en los últimos tiempos está marcando la gestión
de la Iglesia católica, la está conduciendo de forma paulatina, pero
inexorable, hacia su práctica desaparición, o, en el mejor de los casos, a
convertirse, en no muchos años, en una confesión residual, muy lejos de
aquellos tiempos de esplendor en los que se contaban por millones sus
seguidores. De no dar un giro radical, cuestión que cada vez parece menos
probable, la pervivencia en el tercer milenio de su historia no parece estar asegurada.
Un síntoma alarmante que parece certificar el estado de descomposición en el que ya puede haber entrado la Iglesia Católica se refleja en el proceso de amortización de edificios tradicionalmente reservados a las prácticas religiosas. Dentro del marco europeo, aunque en España y Bélgica, países que aún
conservan un alto porcentaje de fieles, con una atadura a las iglesias bastante
notable, el proceso de abandono de los templos dedicados al culto aún no está
experimentando grandes cambios, sí se está notando en otros países de nuestro
entorno. Un problema añadido, que también está contribuyendo, de forma decisiva,
al cierre de las iglesias, es la bajísima tasa de vocaciones sacerdotales que
está despoblando las aulas de los seminarios, lo que, a su vez, provoca un
grave problema de relevo generacional para atender a la multitud de parroquias
esparcidas a lo largo y ancho de todos los territorios.
La Iglesia católica alemana ya ha cerrado 515 iglesias en la última
década y la de Inglaterra viene clausurando más de 20 templos al año, todo
dentro de un fenómeno que probablemente se agudizará en los próximos lustros.
La reutilización de los templos abandonados al culto es de lo más variopinto:
desde restaurantes, hoteles, discotecas, espacios deportivos, casas de subastas, etcétera,
hasta lo más inimaginable. En definitiva, un imparable proceso de
reconversiones celestiales provocado por la falta de fe que recorre el
continente, del que, sin duda, el Vaticano es el principal artífice. Si los
últimos 3 pontífices, en un principio, parecían llamados a poner orden en la
Institución, la realidad es que tanto Juan Pablo II, como Benedicto XVI, no han
mejorado las cosas. El último, Francisco, venido del fin del mundo, como el
mismo se autodefinió, llegó con muchas expectativas; pero, después de algunos
aciertos de principio, todo se ha vuelto a quedar en nada. Si alguien, en
tiempos venideros, intentara revertir el estado de las cosas, es posible que ya
haya llegado demasiado tarde, al igual que, en España, llegaron demasiado tarde las disculpas de los obispos vascos pidiendo perdón por sus complicidades, ambiguedades y omisiones ante el terrorismo de ETA en sus más de 2000 actos terroristas en los que causaron más de 800 víctimas inocentes; todo ante la aquiescencia y, muchas veces, bajo el amparo de esos falsos seguidores de Cristo. Más de 2000 años cometiendo graves errores, sin un solo acto sincero de contrición para enderezar el rumbo e intentar predicar
con el ejemplo, es evidente que ha sido demasiado tiempo..
Sirvan, a modo de ejemplo, algunas ilustraciones de templos recientemente reconvertidos:
INFORMACIÓN ADICIONAL:
Como información complementaria a este artículo sobre la Iglesia Católica, recomiendo que lean el artículo: "LA SANTA ALIANZA, EL SERVICIO SECRETO VATICANO", que publica Shemes en su blog, al cual se podrá acceder mediante el enlace directo siguiente:
MIS CONCLUSIONES:
lamentablemente, tanto la historia, como los acontecimientos más recientes, apuntan a alejarse, cada vez más, de las creencias que predica la Iglesia Católica Apostólica Romana. Es muy difícil creer en lo que ni siquiera creen los mismos que lo predican. Desde hace tiempo, la misma vida y los acontecimientos vividos, sin haber aún hecho apostasía, han ido virando mis creencias y principios en materia religiosa a posiciones más próximas al agnosticismo, dando por hecho que la existencia de Dios no es accesible al entendimiento humano y, por tal motivo, desde esa condición, no podemos pronunciarnos ni a favor ni en contra de ese dogma.
A propósito de lo anterior, creo importante mencionar lo que el escritor español Fernando Sánchez Dragó dice en su libro titulado "Carta de Jesús al Papa", sobre esta materia: "No puedo creer en un Dios caprichoso y arbitrario, que reparte dones y bienes como si arrojara un puñado de alpiste a un jabardillo de jilgueros".- Creo sinceramente que es una sentencia lapidaria, con la que, sin reservas, estoy absolutamente de acuerdo.
Oviedo, noviembre de 2018
Sirvan, a modo de ejemplo, algunas ilustraciones de templos recientemente reconvertidos:
INFORMACIÓN ADICIONAL:
Como información complementaria a este artículo sobre la Iglesia Católica, recomiendo que lean el artículo: "LA SANTA ALIANZA, EL SERVICIO SECRETO VATICANO", que publica Shemes en su blog, al cual se podrá acceder mediante el enlace directo siguiente:
MIS CONCLUSIONES:
lamentablemente, tanto la historia, como los acontecimientos más recientes, apuntan a alejarse, cada vez más, de las creencias que predica la Iglesia Católica Apostólica Romana. Es muy difícil creer en lo que ni siquiera creen los mismos que lo predican. Desde hace tiempo, la misma vida y los acontecimientos vividos, sin haber aún hecho apostasía, han ido virando mis creencias y principios en materia religiosa a posiciones más próximas al agnosticismo, dando por hecho que la existencia de Dios no es accesible al entendimiento humano y, por tal motivo, desde esa condición, no podemos pronunciarnos ni a favor ni en contra de ese dogma.
A propósito de lo anterior, creo importante mencionar lo que el escritor español Fernando Sánchez Dragó dice en su libro titulado "Carta de Jesús al Papa", sobre esta materia: "No puedo creer en un Dios caprichoso y arbitrario, que reparte dones y bienes como si arrojara un puñado de alpiste a un jabardillo de jilgueros".- Creo sinceramente que es una sentencia lapidaria, con la que, sin reservas, estoy absolutamente de acuerdo.
Oviedo, noviembre de 2018
C. Díaz Fdez.
Señor C. Díaz Fdez, es como si este artículo lo hubiese escrito hoy cuando en el Vaticano el cardenal Camarlengo se prepara para romper el anillo de pescador de Benedicto XVI. Muy atinadas sus observaciones y apreciaciones sobre los retos de la Iglesia Católica; empañó mi mente las sombras proyectadas por algunas mitras y birretas, a la vez que la despejó la esperanza de la iluminación de Dios para la solución de los problemas que afronta la Iglesia. Personalmente creo que el Padre Universal está ya iluminando un camino nuevo y mejor con las verdades del evangelio de Jesús. Hace quince años leo la maravillosa obra El libro de Urantia, cuyos autores se afirma son inteligencias celestiales. Le transcribo resumido el capítulo 9 del documento 195, con la observación que Urantia es el nombre de nuestro mundo en dicho libro.
ResponderEliminar9. El Problema del Cristianismo
No descuides el valor de vuestra heredad espiritual, el río de verdad que fluye por los siglos, aun hasta los tiempos estériles de una era materialista y secular. En todos vuestros esfuerzos valiosos por liberaros de los credos supersticiosos de las eras pasadas, aseguraos de conservar la verdad eterna.
Pero el cristianismo paganizado y socializado necesita un nuevo contacto con las enseñanzas no transigidas de Jesús; languidece por falta de una nueva visión de la vida del Maestro en la tierra. Una nueva y más plena revelación de la religión de Jesús está destinada a conquistar el imperio del secularismo materialista y a derrotar la influencia mundial del naturalismo mecanicista.
Las enseñanzas de Jesús, aunque grandemente modificadas, sobrevivieron a los cultos de misterio en el tiempo de su nacimiento, a la ignorancia y la superstición de la edad de las tinieblas, y aún ahora están triunfando poco a poco sobre el materialismo, el mecanicismo y el secularismo del siglo veinte. Y estas eras de grandes pruebas y peligro de derrotas siempre son eras de grandes revelaciones.
La religión necesita nuevos líderes, hombres y mujeres espirituales que se atrevan a depender solamente de Jesús y de sus enseñanzas incomparables. Si el cristianismo persiste en desatender su misión espiritual, mientras sigue ocupándose de los problemas sociales y materiales, el renacimiento espiritual deberá esperar el advenimiento de estos nuevos maestros de la religión de Jesús, que se dedicarán exclusivamente a la regeneración espiritual de los hombres.
La era moderna se negará a aceptar una religión que no esté de acuerdo con los hechos y que no se armonice con los conceptos más elevados de verdad, belleza y bondad. Está llegando la hora del redescubrimiento de los verdaderos y originales cimientos del distorsionado y comprometido cristianismo de hoy: la verdadera vida y enseñanzas de Jesús.
El mundo necesita más religión de primera mano. Incluso el cristianismo —la mejor de las religiones del siglo veinte— es no sólo una religión sobre Jesús, sino que también es, notablemente, una religión que los hombres experimentan de segunda mano. Ellos toman su religión tal como se la entregan sus maestros religiosos aceptados. ¡Qué despertar experimentaría el mundo si tan sólo pudiera ver a Jesús así como él realmente vivió en la tierra, y conocer, de primera mano, sus enseñanzas dadoras de vida!
El cristianismo está amenazado con una muerte lenta a manos del formalismo, la organización excesiva, el intelectualismo y otras tendencias no espirituales. La iglesia cristiana moderna no es esa hermandad de creyentes dinámicos que Jesús comisionó para que continuamente realizaran la transformación espiritual de las generaciones sucesivas de la humanidad.
El así llamado cristianismo se ha vuelto un movimiento social y cultural así como también una creencia y práctica religiosa. La corriente del cristianismo moderno drena muchos antiguos pantanos paganos y muchas ciénagas bárbaras; muchos antiguos arroyos culturales vierten sus aguas en su río cultural de hoy, así como también los manantiales de las altas mesetas galileas que supuestamente son su fuente exclusiva.
Agradezco, muy sinceramente, sus apreciaciones sobre este artículo, así como el resúmen del capítulo 9 del Libro de Urantia que me adjunta.
EliminarUn cordial saludo.
C. Díaz Fdez.