Aunque el primer ser vivo con apariencia de perro que se conoce sobre la Tierra data del Oligoceno (época en la que los mamíferos ya se habían establecido como forma de vida terrestre dominante), hace unos 30 millones de años, lo más probable es que el primer perro doméstico tenga poco más de unos 12.000 años y sea descendiente del Canis lupus (lobo), producto, a su vez, de una larga evolución de este género. Dado que es bastante aceptado que los seres humanos modernos pertenecemos a la especie de “Homo sapiens sapiens” y que los primeros miembros de esta rama están fechados entre 40.000 y 50.000 años antes de nuestra Era (después de superado un período de evolución de más de 4 millones de años), es obvio que el hombre tardó bastante tempo en disfrutar de la compañía del perro, quedando, a partir de aquí, ligado a su historia.
Desde el primer momento en que el hombre descubrió las potenciales habilidades de este animal, así como la utilidad que se podría obtener de ellas, le convirtió en un compañero de viaje imprescindible, con distintas clases de suerte, claro está, para el perro. En este arte de sacarle el máximo partido, en beneficio del humano, fueron pioneros los egipcios, quienes iniciaron la cría a estos animales de manera formal, diversificaron su especie, y emprendieron una labor educativa de adaptación para que pudiera desarrollar distintos tipos de tareas, dentro de un continuo proceso evolutivo que ha llegado hasta nuestros días, aunque ya en tiempo de los romanos existían la mayor parte de las formas, tamaños y características de los perros actualmente conocidos.
Sería casi interminable, y no es el objeto de este breve comentario, citar la gran cantidad de razas caninas que actualmente existen (solo la FCI - Federation Cynologique Internationale - reconoce aproximadamente unas 700 clases distintas), ni la innumerable cantidad de servicios que, a lo largo de los años, ha prestado el perro al hombre, desde la simple compañía hasta los más sofisticados y especializados trabajos que actualmente desarrollan los perros policías, pasando por la granja, el pastoreo, la caza, la guía, la guardia, la defensa, el mundo del espectáculo, etcétera. Toda esta impresionante y brillante trayectoria protagonizada por estos inestimables animales no siempre ha sido suficientemente reconocida ni adecuadamente agradecida por los humanos, habiendo sido objeto de innumerables abusos, maltratos, abandonos y hasta torturas. Miserable recompensa la recibida de quienes se reconocen a sí mismos como “seres racionales”, y a quienes han dado tanto a cambio de tan poco. No basta con escudarse en la idea de que no son muchos los casos en los que se cometen semejantes tropelías, aunque tampoco son escasos, y que los extremos son excepcionales. Sería suficiente con que existiese uno solo para que mereciese la más enérgica condena.
Se habla bastante en estos días, y ha sido noticia recogida ampliamente por los medios españoles, de la muerte violenta de una persona adulta a manos de dos perros de una de las razas consideradas como peligrosas. Por desgracia, en España, en lo que va de año, ya llevamos 10 muertos por esta causa, amén de un buen número de heridos, algunos de los cuales de cierta consideración, aumentando, de forma muy importante, la trágica estadística arrastrada de los años anteriores. Ante esta realidad, cabe preguntarse varias cosas: ¿Cómo es posible que un animal, considerado como el mejor amigo del hombre, y que tantos y tan estimables servicios le viene prestando, sea, a su vez, causa de semejantes tragedias? ¿Qué está sucediendo y como podría evitarse? Las respuestas a estas cuestiones son bastante sencillas, y las soluciones suficientemente claras; asunto distinto es que se apliquen.
No se debe olvidar que, ante todo, el perro es un animal y, como tal, actúa de acuerdo a lo que le han enseñado. Si tenemos en cuenta, como es sobradamente conocido, que para la instrucción de los denominados perros peligrosos se emplean, no pocos veces, métodos violentos que aumentan la agresividad natural de estas razas, ya de por sí dotadas de unas características morfológicas especialmente concebidas para el ataque y la defensa, el resultado no puede ser otro que la obtención de unos especímenes semisalvajes, de comportamiento inestable y reacciones imprevisibles, provistos de un acusado nivel potencial de peligro. El hecho de que algunas de las víctimas de estos animales hayan sido sus propios dueños, o personas del entorno familiar donde se había criado el perro, confirma sobradamente esta teoría y orienta hacia las pautas a seguir para minimizar el riesgo.
En España, desde marzo de 2002, existe un Real Decreto que ofrece un listado de las razas potencialmente peligrosas, regula el manejo y adiestramiento de estos animales y establece el marco legal al que deberán atenerse sus propietarios. El problema, como casi siempre, está en que ni se respeta en su integridad la ley, ni las autoridades encargadas de hacer que se cumpla ponen excesivo celo en ello. El resultado queda confirmado por los hechos: ni se ha reducido la cantidad de perros peligrosos que están dispersos por nuestra geografía, ni tampoco se han reducido los accidentes provocados por estos animales. La triste conclusión es que, a pesar del Decreto, y a la vista de los antecedentes, en materia de seguridad apenas hemos dado un paso; pobre balance para un asunto que afecta, de manera tan decisiva, a la integridad física de las personas. La solución, si es que existe la suficiente sensibilidad al problema y la necesaria voluntad política para erradicarlo, tendrá que pasar, al menos, por las fases siguientes: Exigir de forma estricta el cumplimiento de la normativa vigente, dando mayor extensión y frecuencia a las inspecciones en esta materia; incrementar de forma paulatina las exigencias legales para la tenencia de animales peligrosos y el cuadro de sanciones para los infractores (actuaría como disuasorio para aquellos que tengan a estos perros por mero capricho y, en todo caso, obligaría a extremar su cuidado); prohibir, en primera instancia, la cría doméstica de las razas que manifiestamente ofrezcan el mayor nivel de peligrosidad, extendiendo, de forma progresiva, esta medida a los siguientes niveles (no se perdería nada por ello, ya que podrían ser sustituidos por otros más manejables y seguros, y se evitarían, de esta sencilla manera, muchos disgustos. No se trata, por tanto, de aplicar la máxima de que ”muerto el perro se acabó la rabia”, sino de evitar que animales de características más próximas a las fieras puedan convivir con el hombre en el ámbito doméstico). Cualquier medida que se tome para evitar una sola muerte más, estará completamente justificada.
El problema, en definitiva, no está en el perro, sino en el hombre. Cuando veo los clásicos carteles colgados a las entradas de algunos espacios particulares exhibiendo la conocida leyenda de “cuidado con el perro”, pienso que, aunque no esté de más esta advertencia, tampoco sobraría que se completase con otra en la que rezase “mucho cuidado con el dueño”, o ¿es que ya queda implícita en la primera? Tal vez así sea.
C.Díaz Fdez.
Oviedo, 25 de noviembre de 2010