VERGÜENZA AJENA
Sí, vergüenza ajena es lo que, en este momento, debe sentir cualquier español con un mínimo de sentido común y una mínima capacidad de raciocinio, ante la impresentable actitud del Presidente del Gobierno y el bochornoso espectáculo que algunos individuos protagonizaron con ocasión de la visita que Benedicto XVI realizó el pasado fin de semana a Santiago de Compostela y Barcelona. No se puede estar más desafortunado, en el primer caso, ni se puede dar una imagen más deplorable en el segundo.
Se puede estar más o menos de acuerdo, y hasta en total desacuerdo, con lo que hoy día representa la Iglesia Católica en el mundo. Se puede censurar, con la máxima dureza, a aquellos miembros de esta comunidad que, amparados por la hipotética impunidad que les confería el hábito, han cometido toda serie de desmanes y tropelías, con la complicidad, por activa o pasiva, de las jerarquías eclesiásticas que debían haber puesto freno a tamaños desatinos; pero tampoco se debe olvidar la labor abnegada de otras personas, no pocas, que, bajo la misma bandera, han estado y están entregando sus vidas en favor de los demás, sin pedir nada a cambio, movidas solo por la fe y su amor al prójimo. Se puede ser creyente, agnóstico, ateo o lo que pinte, aceptar o discrepar sobre unos principios, converger o divergir con un determinado credo, aceptar o rechazar una idea, etcétera; todo ello lícito, sin duda, siempre que se haga con las formas debidas y desde el más elemental respeto a los que piensen o actúen de otra forma. Aquellos que tratan de defender una postura sin más argumentos que el ruido, con ultrajes y agravios, atropellando a los que no la comparten, y, además, lo hacen proclamando su libertad, manifiestan, de manera inequívoca, que son los que menos la merecen.
Las manifestaciones de Santiago, protagonizadas por un grupo regionalista bajo la pancarta de “Galicia Laica”, pretendiendo transmitir su malestar por el oneroso dispendio que, para las arcas de la Xunta, ha supuesto la visita del Pontífice, ignorando los beneficios económicos que de ella se derivarán para la ciudad, sin duda muy superiores a los gastos (se calcula que la cobertura de televisión alcanzó a más de 150 millones de espectadores), han puesto en evidencia el radicalismo y la ceguera de sus promotores. En nombre del laicismo, ¿por qué no piden que se cierre la Catedral? ¿Cuántos negocios cerrarían en Santiago, y en cuanto se reduciría el potencial turístico de la ciudad sin el tirón del Apóstol? Juguemos limpio o no juguemos. En cuanto a Barcelona, y en otra línea, lamentable y grotesca la actitud del grupo de gays que, ayudados por un quídam italiano, “payaso” de profesión (como si no tuviésemos en España “payasos” suficientes para estas sandeces) protagonizaron las escenas más obscenas de cuantas jalonaron la visita papal. Por último, qué decir de nuestro Presidente que, ni sabe ser, ni sabe estar. La torpeza de su ausencia en unos actos de obligada asistencia, descalifica, si no lo estaba ya suficientemente, a quien no está preparado para manejar el rumbo de la nave que los españoles, los que quisieron y los que no, pusimos en sus manos. El mísero “despacho” que, a toda prisa, hizo al Papa en el aeropuerto, no salva ni siquiera los muebles.
El sucesor de San Pedro, que representa a más de mil millones de creyentes, se merece, sino la admiración de algunos, al menos el respeto de todos. España, como nación, con un alto porcentaje de católicos, debería de haber dado una mejor imagen al mundo. Se ha perdido una buena ocasión. Esperamos que sea la última.
C. Díaz Fdez.
Oviedo, a 8 de noviembre de 2010
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