Autor: Constantino Díaz Fernández
El deseo de conseguir poder, riquezas,
dignidades o fama, es una cualidad que, con mayor o menor grado, está asociada
al ser humano desde el principio de los tiempos. No se puede cuestionar que es
absolutamente lícito, y hasta necesario, tener aspiraciones, ni se puede negar
el derecho a que cada individuo trate de alcanzar su meta particular cubriendo
todos sus objetivos. Cuando todo ello se consigue con mérito y esfuerzo, de
forma justa y razonable, respetando escrupulosamente las normas establecidas, se merece el más alto reconocimiento; pero cuando
la ambición se desborda y se trata de alcanzar la gloria terrenal a cualquier
precio, de cualquier manera, amén de las responsabilidades civiles y penales en
que se pudiera incurrir, debería tener el más absoluto y general repudio. Entre estos dos extremos se encuentran
aquellos que, aprovechándose de una situación de privilegio, como el caso de
muchos dirigentes políticos, utilizan todos los hilos del poder para tejer el
capullo que les permita pasar de modesta crisálida a radiante y pompática mariposa;
todo ello, por supuesto, a costa de los votos del incauto ciudadano y el
beneplácito de la masa de tifosi dispuestos siempre a hacer alharacas a
cualquier trepa que se cobije bajo su particular bandera. Difícil de definir y
más aún de calificar sin faltar a las más elementales normas de la buena
educación.
Siempre he entendido la política como
una vocación de servicio a la sociedad, una dedicación temporal en la que se
ponen a su disposición los conocimientos y experiencias previamente adquiridos,
de forma desinteresada, sin ánimo de lucro, con la única recompensa de la
propia satisfacción por el deber cumplido y el reconocimiento de la comunidad a
la que hemos servido. Es notorio que cuando se ejerce un cargo político que
requiere una dedicación exclusiva este suele demandar un gran esfuerzo personal
que trasciende a la propia familia del sujeto y, por ende, es obvio que merece
una compensación económica digna y acorde con el cargo. No se trata de que el ejercicio
de la política le cueste dinero al practicante, aunque han existido casos en que
así ha sido; pero, de ahí, a convertir esta actividad en profesión altamente
lucrativa, hay un abismo. En las épocas más recientes de nuestra historia, los
políticos, salvo las excepciones de toda regla, han venido respondiendo a este
perfil. La implantación de nuestra reciente democracia, y más concretamente a
partir de la llegada del socialismo al poder (por cierto socialismo muy alejado
del concepto tradicional basado en la propiedad pública de los medios de
producción y el control planificado de la economía por la sociedad, y aderezado
con el aditivo de obrero) parecen haber cambiado las cosas de un modo radical, emergiendo
una nueva clase política que, sin ningún pudor, convierte el ejercicio político
en una forma de vida, hace ostentación del cargo, moviliza los recursos públicos
en su propio beneficio y utiliza el BOE para crearse todo tipo de privilegios, abriendo,
de esa guisa, una profunda brecha en cuanto a deberes y derechos con el resto
de la ciudadanía, y, por si esto no fuese suficiente, crea las condiciones
adecuadas para garantizarse un retiro dorado, compatibilizando, como no, todo
tipo de emolumentos. Lo más triste y lamentable es que una buena parte de los dirigentes
políticos actuales, en algunos casos ejerciendo de forma simultánea varios
cargos y percibiendo remuneraciones astronómicas, difícilmente pueden aportar
ningún tipo de experiencia de gestión, dado que, fuera de la política, no han
acumulado ni las peonadas necesarias para cobrar el PER. Con esa competencia, no
es por casualidad que así nos vayan las cosas.
Utilizar la política como trampolín
para conseguir riquezas y colmar las ambiciones personales no es admisible ni
presentable. Si, además, el político es de izquierda y forma parte de un
partido que se autodenomina socialista obrero es, cuanto menos, obsceno. No se
puede admitir que se presuma de socialista, se prediquen políticas de izquierda,
y se viva como un burgués; no es compatible. Posiblemente la explicación es que
estamos ante un nuevo acontecimiento planetario: la migración del socialismo
obrero al “socialcapitalismo”. Por idénticas razones, la acumulación de riquezas
durante el ejercicio de un cargo político, y más aún si este es relevante,
elevando de forma muy considerable el patrimonio de partida, aunque no se pueda
probar de forma fehaciente su procedencia ilícita, no es ético ni moral. Nadie
que ostente un cargo de estas características debería mantenerse en el mismo
bajo la sombra de sospecha; ni es bueno para la persona ni para la institución
que representa, y mucho menos para la democracia.
Nota: Artículo publicado en la edición digital
del diario La Nueva España de Oviedo, con fecha 26/07/2010