Como ya era de esperar, no le está resultando nada fácil al
reciente estrenado Gobierno de España la tarea de encauzar la deteriorada
situación heredada de la anterior Administración socialista. La generalizada
crisis económica que, desde hace más de
tres años, venimos padeciendo, unida a la ineptitud de los distintos gobiernos
presididos por Zapatero (el más incompetente de cuantos hemos tenido en nuestra
joven democracia), ha puesto a la luz muchas carencias y nos ha conducido a una
situación de auténtica emergencia, posicionándonos a la cola de Europa,
superados, de momento, solo por Irlanda, Grecia y Portugal. Con un paro que
supera el doble de la media de todos los países que integran la UE, una prima
de riesgo excesivamente elevada que encarece de forma notable la financiación
de nuestra deuda, una caída de la inversión pública y privada, una reducción
creciente del consumo de las familias, unos mercados especulando con nuestro
futuro, y algunos dirigentes europeos,
como el caso del presidente francés,
Nicolás Sarkozy, o el primer ministro italiano, Mario Monti, sembrando dudas
sobre nuestra capacidad de recuperación, el futuro no se presenta nada
halagüeño. No cabe la menor duda que será necesario tomar medidas duras e
impopulares, que supondrán un esfuerzo añadido sobre las ya cargadas espaldas
de los españoles; pero, sobre todo, será imprescindible que estas sean rápidas,
contundentes, acertadas y eficaces. Dado que el problema es conocido, lo que no
se puede errar es en las soluciones a aplicar; las actuales circunstancias ya
no admiten más experimentos ni más demoras. Si España, como ya empiezan a
apuntar algunos medios nacionales y extranjeros, se viera forzada a aceptar un
rescate, la situación se tornaría dramática y los efectos para el País serían
demoledores. Las consecuencias de una intervención no solo supondría una
pérdida real de nuestra soberanía, sino que, además, condenaría a los españoles
a no levantar la cabeza durante muchos años.
Al hilo de lo anterior, no se puede negar que el Gobierno,
presidido por Mariano Rajoy, preocupado
y ocupado por todo ello, se está moviendo con celeridad. Las medidas que está
tomando en el corto tiempo que lleva de mandato, así como el calado de las
mismas, denotan una voluntad firme de emprender el camino que nos lleve
paulatinamente a la ansiada recuperación. En cualquier caso, todavía queda
mucho por hacer: más ajustes, más reformas, políticas de reactivación y, de forma prioritaria, la revisión del actual modelo autonómico y municipal. De todo el conjunto de medidas que,
necesariamente, tendrán que ser puestas en marcha por el nuevo Ejecutivo, con
el coste político que ello represente (la reforma laboral ya le ha supuesto la
primer huelga general, y eso a menos de 100 días de la toma de posesión), lo
que, a mi entender, tendrá más dificultades
y que, por otra parte, estimo condición sine qua non, será la reforma del
monumental, desproporcionado, ineficaz e insostenible sistema autonómico y
municipal que, además de estar lastrando nuestra economía, está generando un
alto nivel de desconfianza tanto en los mercados internacionales como en
nuestros socios comunitarios.
No es entendible, ni asumible, que un país como España, con
una población de aproximadamente 47 millones de habitantes, tenga la más
compleja estructura administrativa de Europa, con un dimensionamiento que
supera en más de 20 veces al que tiene Gran Bretaña, a pesar de contar con más de
sesenta millones de habitantes, y esto por poner solo un ejemplo. Si a las
diecisiete comunidades autónomas, engendro creado en este país, sin precedentes
en el planeta Tierra, a medio camino entre un estado central y un sistema
federal, les unimos las dos ciudades autónomas de Ceuta y Melilla, más
diputaciones, comarcas, municipios, entidades locales menores, etcétera,
tenemos, además de 19 gobiernos autónomos, 8.116 ayuntamientos y más de 3.000
miniayuntamientos, sin que por ello hayamos ganado ni un ápice en eficacia, sino todo lo contrario multiplicar servicios y funciones,
contribuyendo a aumentar la confusión y el desorden entre los distintos
organismos, con los consiguientes perjuicios a los administrados. Lo más lamentable es que todo este entramado,
establecido con la disculpa de acercar la Administración al ciudadano, lo único
que ha servido es para satisfacer los intereses de una casta política impudente
y carente de ética, permitiéndoles crear miles de lucrativos puestos de trabajo
absolutamente innecesarios, tanto en la propia Administración como en la
compleja red de empresas públicas fundadas al efecto, de dudosa eficacia y nula
rentabilidad, además de alimentar chiringuitos y fomentar el clientelismo de
los partidos. Todo ello, por supuesto, para satisfacer la megalomanía faraónica
de los propios políticos, a costa del despilfarro del dinero aportado por los
sufridos y esquilmados contribuyentes. No podrá entenderse, ni apoyarse, que
los necesarios recortes presupuestarios que tengan que ser abordados, con el
fin de conseguir equilibrar las cuentas del Estado y controlar la deuda
soberana, afecten a la calidad de servicios y a las prestaciones de sectores
tan sensibles como la sanidad o la educación, sin cortar antes el derroche en
el gasto que supone mantener un astronómico dimensionamiento de las
administraciones públicas, acabando, de una vez por todas, con esta
insostenible situación que está tirando por la borda, sin pudor ni
contrapartida justificable, miles de millones de euros; capital que amortiguaría
muchos de los sacrificios que habrá que padecer por causa de los muchos y
continuados errores cometidos desde la promulgación de nuestra actual
Constitución, a los que es absolutamente necesario poner fecha de caducidad.
Todas las crisis, independientemente de los efectos
indeseables que pueden llevar asociados, suelen ser propicias para corregir
desequilibrios y situaciones anómalas que, en épocas de bonanza, pueden
resultar más difíciles de acometer. En nuestro caso, y dado que además es parte
del problema, será necesario poner coto a esa especie de reinos de taifas en
los que se han convertido las autonomías, desarrollando unos regímenes
políticos y administrativos paralelos e independientes que han conducido a la
desmembración del Estado, llevándonos a unos costes disparatados e inasumibles
para nuestra economía, aprovechando
igualmente la coyuntura para poner orden
en las entidades administrativas menores: diputaciones, ayuntamientos, etcétera.
Si ahora, que es el momento propicio, no se acomete esta labor, el enfermo, o
sea, España, podrá mejorar, pero quedará expuesto a una recidiva que,
probablemente, ya no podrá superar. Algunas voces críticas, como el caso de la
Presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, máxima representante
del sector liberal del Partido Popular, ya han dado un primer paso al poner en
consideración la devolución al Gobierno de España de las competencias en
educación, sanidad y justicia, llegando a cifrar en unos 48.000 millones de
euros el ahorro que tal medida supondría. Partiendo de esta cifra, no es
difícil de imaginar el astronómico gasto al que nos está llevando la deficiente
construcción del Estado de las Autonomías y el impresionante ahorro que
obtendríamos solo con una ordenación racional de las mismas. El artículo 155 de
la Constitución Española vigente, permite al Gobierno, con el apoyo del Senado,
tomar medidas correctoras contra
cualquier Comunidad Autónoma cuando se produzca un desmadre que atente
contra el interés general, situación que ya se viene produciendo y que, al no
ser afrontada, se está agravando en el tiempo. Lo que está por ver es si el
actual Presidente, Mariano Rajoy, tendrá el suficiente coraje político para
meter mano en tan delicado asunto, teniendo en cuenta que dejaría en la calle a
miles de vividores de la política, parte de ellos de su partido, claro, dado
que la mayoría no tendrían más remedio que buscarse la vida en otros menesteres
y que, en muchos casos, no superarían unas oposiciones para bedeles de
institutos de enseñanza media. De momento, no parece estar muy dispuesto a
ello, pero el tiempo, las especiales circunstancias, las presiones externas e internas, y todo el conjunto de avatares que se dan en
la política de alto nivel, pueden hacer cambiar hasta las más firmes
convicciones. Si así se cumple, será bueno para España y para el conjunto de
los españoles, excepto para los directamente damnificados, por supuesto; aunque,
para estos últimos, llevaría asociada una lógica y ajustada penitencia para
purgar los abusos más que supuestamente cometidos.
Lo que es seguro es que aún nos queda mucho camino por
recorrer y muchas dificultades que superar; pero, como la esperanza es lo
último que se pierde, habrá que poner mucha fe para que las tormentas, que aún están
por venir, no nos aparten del verdadero rumbo y, aunque algo maltrechos,
podamos llegar a buen puerto.
C. Díaz Fdez.
Oviedo 17 de abril de
2012
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