A pesar de la manifiesta y preocupante crisis de valores que, en estos convulsos tiempos en que vivimos, está afectando seriamente a todos los sectores de la sociedad, aún tenemos margen para la esperanza. El soplo de aire fresco que se ha vivido en todo el país, concentrado especialmente en Madrid, con ocasión de las Jornadas Mundiales de la Juventud, con la pacífica invasión de cientos de miles de jóvenes procedentes de los cinco continentes, que, cargados de ilusión y esperanza, con el máximo respeto, dando una auténtica lección de comportamiento cívico, acudieron a la llamada de Benedicto XVI, es motivo suficiente para sentirse optimistas y volver a creer que, a pesar de todo, todavía nos quedan algunas bases para creer en el futuro.
Es digno de admirar, desde cualquier óptica imparcial, como los cerca de dos millones de personas que participaron en los actos celebrados en la capital de España entre los días 18 al 21 de agosto del corriente año 2011, llenando a rebosar espacios tan amplios como la Plaza de Cibeles y el aeródromo de Cuatro Vientos, lugares donde se vivieron los momentos más emocionantes de la última edición de las JMJ, soportando estoicamente larguísimas horas de espera en condiciones climatológicas severas, no perdieron en ningún momento la sonrisa y la alegría desbordante que públicamente manifestaron en sus encuentros con el Sumo Pontífice, contagiando su optimismo a todos cuantos directa o indirectamente asistieron o fueron testigos de estas celebraciones. Todo ello a pesar de los intentos de los grupos de extremistas radicales que organizaron la marcha laica, con la única intención de reventar, o al menos deslucir, lo que intuían iba a ser un acontecimiento de relevancia internacional y que, al final, derrotados por la evidencia de los hechos, no han tenido más remedio que replegarse, guardar sus pancartas, y marcharse para casa con el rabo entre las piernas. Curiosos estos individuos que, llevando como bandera la independencia de cualquier organización o confesión religiosa, contra lo que único que verdadera y realmente se oponen, con fijación enfermiza, es contra todo lo que tenga que ver con la Iglesia católica, a pesar de que alguno de ellos pase habitualmente por los comedores de Cáritas, o viva gracias a la labor social de esta organización.
Con independencia de la fe que se profese, la filosofía del agnóstico, o la postura radical del ateo, pasando por todas las actitudes y opiniones que sobre los distintos movimientos religiosos se quieran tener, hay algo incuestionablemente exigible para todos: el respeto a las creencias de los demás; condición sine qua non para poder manifestar libremente, de forma individual o colectiva, nuestros propios criterios. La intolerancia, el radicalismo, la intransigencia sectaria y cualquier otra forma desde la que se quiera imponer a los demás una determinada forma de pensar o de actuar son negativos para nuestra convivencia, no pueden tener cabida en una sociedad sana y tienen que ser necesariamente rechazadas por cualquier ciudadano responsable. No se puede aceptar que grupos, o grupúsculos, alentados por fuerzas que actúan desde la sombra y con oscuros intereses, partiendo de una interpretación torticera de la democracia y un concepto perverso de la libertad, con actitudes violentas, cuando no obscenas, quieran imponer su propia ley a través del miedo y la intimidación y, menos aún, que lo hagan amparados por la pasividad de las autoridades cuya obligación es precisamente impedirlo.
C. Díaz Fdez.
Oviedo 26 de agosto de 2011
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