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Torre de Babel autonómica |
Es obvio que, dentro del elemental abanico de libertades que
debe consagrar cualquier constitución democrática, todo ciudadano,
personalmente, o a través de los mecanismos de participación establecidos,
tiene derecho a manifestar públicamente sus puntos de vista, opiniones y aspiraciones, con la única e inexcusable
condición de someterse, de forma inequívoca, al marco legal existente. La fuerza
de los pueblos depende precisamente de la unión de todos sus miembros, del
respeto mutuo, de que no existan fisuras entre sus instituciones públicas, y es,
a su vez, condición sine qua non para
conseguir el necesario grado de confianza, interno y externo, que permita
superar las dificultades y aprovechar las oportunidades que existen en el mundo
globalizado en el que actualmente vivimos. Cuando no se cumplen estas premisas
el resultado inmediato es el de generación de conflictos y tensiones internas,
lo que produce, inexorablemente, una pérdida de imagen en la proyección
exterior, y, si no se corrigen de forma inmediata y eficaz, las consecuencias
derivadas suelen conducir directamente al abismo del fracaso.
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La Unión hace la fuerza |
En el caso español, las continuas salidas de tono de los
nacionalistas catalanes y vascos y, más moderadamente, las de los gallegos, que
basados en peregrinos argumentos históricos, empezando cada uno la historia
donde más le conviene, con más interés para la clase dirigente y los que
siempre están pegados al poder que para el pueblo llano y soberano, están poniendo
una nota discordante que puede acabar por afectar, de forma seria, a todo el
conjunto del Estado. No es que la idea nacionalista de estas comunidades
sea nueva, pero la inoportunidad de
exacerbar este concepto y hablar sin tapujos de independencia en un momento tan
delicado como el que está atravesando España como nación, es un torpedo en la
línea de flotación que puede hundir el barco en el que viajamos todos los
españoles. La ilusión que, sin mucho éxito por cierto, se quiere trasladar a
los ciudadanos de las citadas comunidades, basada en que de forma independiente
vivirán mejor que dentro de la nación española, es falsa de principio a fin. Se
pretende vender la idea de que si se convierten en estados independientes se
podrán anexionar como tales a la Unión Europea, cuando la realidad es que para
ello sería necesario la aceptación de todos los actuales miembros y que,
además, el país en el que se produzca la
secesión tiene derecho a veto, lo que, por razones obvias, sin atisbo de duda,
convertiría su proyecto en inviable. Sin la sinergia que proporciona España y
aislados en Europa, con estructuras débiles para sobrevivir como estados
soberanos, el futuro no parece muy prometedor; claro que, en todas estas
coyunturas, siempre hay alguien que sale muy bien parado, pero, como es
habitual, a costa de muchos perjudicados: los de siempre, los que soportan
estoicamente todas las dificultades y participan escasamente de los beneficios.
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Monumento a la fantasía |
Nadie debería impedir, ni siquiera pretender, ahogar los sentimientos
nacionalistas de otros, ni tampoco las aspiraciones de independencia de ningún
pueblo, siempre que todo ello se canalice por cauces legales, en tiempo y
forma, sin causar perjuicios a terceros y, por supuesto, con bases, razones y
argumentos sólidos y creíbles. Lo que no es de recibo es utilizar argucias y
falacias para confundir a la ciudadanía y crear estados de opinión fabricados
ad hoc. Recurrir a “razones históricas”, o a “hechos diferenciales”, aplicados
en el momento y tiempo que más interese a cada uno, no me parece lo más
adecuado, ni leal, ni honrado. Todos los países, estados, regiones, etcétera,
en algún momento de su historia, vivieron momentos de esplendor y de
decadencia. Si cada uno de ellos utilizará los momentos históricos más
favorables como argumento para reclamar derechos, la cola que se podría formar para
tal fin sería interminable. En este momento los catalanes, vascos y gallegos
están tratando de hacer valer derechos, basados en concesiones, vía estatutos,
conseguidos durante el régimen político de la Segunda República, que estuvo
vigente en España desde el 14 de abril de 1931 hasta el 1 de abril de 1939,
período marcado por sucesivas crisis que condujeron a la Guerra Civil, de tan desastrosas
consecuencias para todo el país y sus habitantes, y de las que aún, a pesar del
paso de los años, quedan algunas secuelas. Los catalanes pretenden rememorar el
estatuto aprobado el 9 de septiembre de 1932, suspendido luego por los
acontecimientos del 6 de octubre de 1934 y restituido con el triunfo del Frente
Popular en febrero de 1936, siendo finalmente derogado en febrero de 1939 con
la ocupación de Cataluña por las tropas del general Franco. Los vascos quieren
poner en valor el estatuto que, en pleno conflicto bélico, las Cortes
republicanas aprobaron el 1 de octubre de 1936, y que tan poco tiempo tuvieron
para disfrutar. Por su parte los gallegos, aunque con menos intensidad, también
añoran la oportunidad perdida de ver aprobado el estatuto que, ratificado en
referéndum popular celebrado el 28 de junio de 1936, no pudo finalmente ser
presentado a las Cortes de la República por haber quedado Galicia dominada por
las fuerzas de Franco. Todo esto sin entrar en pueriles cuestiones lingüísticas
que, por estériles y alejadas de las necesidades del mundo real que habitamos,
no merecen ni siquiera el más breve comentario.
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Reino de Asturias (Alfonso III) |
Menos mal que a esta extensa cadena de despropósitos,
desplegados en el momento más inoportuno, no se suman otras comunidades que
también podrían alegar razones históricas para alimentar tan desquiciada
polémica. ¿Qué se opinaría si, por ejemplo, Asturias reclamara las tierras que
le fueron propias a la muerte de Alfonso III (Año 910), cuando el reino Astur comprendía
las tierras de Galicia, extendiendo sus fronteras por el norte de Portugal
hasta Coímbra, y Castilla hasta el reino de Pamplona, en un momento en el que
el resto de la península Ibérica estaba dominada por el Emirato de Córdoba,
bajo la denominación de Al-Ándalus? Creo, sinceramente, que España no está para
este tipo de bromas, que, al amparo de la Constitución de 1978, se debe
fortalecer la unión entre todos los pueblos, sin excepciones, elevando el
sentido nacional por encima de cualquier otro interés, particular o de grupo, e
intentar empujar todos en la misma dirección; sin duda que será la única vía para superar la crisis y no perder
el camino del progreso. El mantenerse fuera del tiempo y el lugar, el querer
anclarse en ensoñaciones del pasado, amén de no conducir a ninguna parte, es
tan alucinante como si alguien pretendiera ir a cazar dinosaurios, ignorando
que estos se extinguieron hace 65 millones de años y que, además, ya no
volverán jamás.
C. Díaz Fdez.
Oviedo, octubre de
2012