El día 28 de mayo del año 2006, con ocasión de la visita
pastoral que el Papa Benedicto XVI realizó a Polonia, en la que tuvo la
oportunidad de visitar el complejo de campos de concentración de Auschwitz,
construido por la Alemania Nazi al principio de la segunda guerra mundial, donde
se practicó el más atroz genocidio conocido de la historia de la humanidad, con
un balance de víctimas que, según cálculos aproximados, arroja la espeluznante
cifra de más de seis millones de judíos, cuatro millones de prisioneros de
guerra soviéticos y otros cuantos millones más por determinar, entre polacos,
presos políticos, masones, homosexuales, personas con limitaciones físicas o psíquicas y delincuentes comunes, además de
unos 800.000 gitanos, el propio Pontífice se estremeció ante el recuerdo del
horror que se había vivido en aquellas instalaciones. Fue tal el impacto
emocional que sintió el sucesor de San Pedro, que hasta él mismo llegó a
cuestionar la presencia de Dios. En el discurso que pronunció en la despedida de su viaje
apostólico, cabe destacar, entre otras cosas, las palabras que dedicó a este
acontecimiento (SIC): ¿Cuántas preguntas se nos imponen en este lugar? ¿Dónde estaba
Dios en esos días? ¿Por qué permaneció callado? Cómo pudo tolerar este exceso de
destrucción, este triunfo del mal?
Palabras que, pronunciadas directamente por la máxima autoridad de la
Iglesia Católica, invitan a una profunda reflexión.
En nuestra historia más reciente, aparte del holocausto practicado en los numerosos campos de exterminio creados por los Nazis, son incontables las pérdidas de vidas humanas producidas por causas externas y violentas: desde los desastres originados por la propia naturaleza, tales como tsunamis, terremotos, huracanes, etcétera, hasta los más horrendos actos de barbarie protagonizados por personas que denigran la condición de la especie humana. En todos y cada uno de estos casos hay algo que siempre se ha echado de menos: la presencia de Dios; su mano protectora. Al igual que el Papa en Auschwitz, todos los que hemos vivido, directa o indirectamente, alguno de estos sucesos, nos hemos hecho, más o menos, las mismas preguntas: ¿Dónde estaba Dios? ¿Cómo alguien a quién consideramos infinitamente justo y bondadoso puede permitir la muerte, en condiciones tan trágicas, de tantos inocentes? ¿Qué mal han cometido para merecer semejante castigo? Son, en definitiva, las mismas preguntas que nos hacemos cuando nos golpea directamente el sufrimiento, o cuando sucede algo terriblemente malo o indeseable en nuestra vida. Son preguntas que, por no estar al alcance del entendimiento humano, evidentemente, no tienen ninguna respuesta convincente en nuestro mundo terrenal. Nuestras conclusiones solo dependerán de aquello en lo que confiemos como punto de referencia de nuestra propia existencia, que, para los creyentes incondicionales, es la Fe en Dios y la existencia de otra vida; para los demás, solo vicisitudes del destino.
Un argumento muy socorrido, que algunos utilizan para
justificar la inacción de Dios, es el de que si Él interviniera constantemente
para evitar las crueldad y la violencia en nuestro mundo, nos privaría de la
facultad para actuar con libre albedrío y, con ella, de la libertad para
conducirnos con la dignidad que nos corresponde como criaturas creadas a su
imagen y semejanza. Argumento muy débil, sin duda, si tenemos en cuenta que las
catástrofes naturales son totalmente ajenas a la voluntad humana, y que, muchas
personas, nacen sin las condiciones mínimas necesarias para poder elegir de
forma voluntaria su destino.
Particularmente, en mi caso concreto, las muchas experiencias vividas, me han ido
conduciendo desde posiciones más o menos firmes en la Fe, a otras más cercanas
a la filosofía agnóstica. Cuando contemplo imágenes como las del reciente
atentado del maratón de Boston, en las que, entre los muertos, se encuentra un
niño de tan solo 8 años de edad, que, esperando abrazar a su padre cuando
cruzara la línea de meta, fue materialmente desmembrado por un artefacto
explosivo colocado por dos miserables fanáticos terroristas, uno de ellos de 19
años de edad, se me derrumban muchos principios y se me hace muy difícil
entender la presunta bondad de los designios de La Providencia Divina. Si verdaderamente
somos el centro de la creación, ¿cómo podemos merecer tan poca atención por
parte de nuestro Creador?
Desde que nacemos y nos subimos al tren de la vida, cada uno
con su propio equipaje: cargado de dones, bienes y privilegios en algunos casos y vacío
en muchos otros, lo que, en principio, ya nos sitúa a unos en primera clase y a otros en
el vagón de cola, hasta el recorrido vital de nuestra existencia, en el que la
suerte se reparte de manera caprichosa y arbitraria, no parece fácil de
explicar que existe un mismo Dios para todos, y, mucho menos aún, que se
interese y se preocupe por lo que acontece en este mundo. Otro asunto muy
distinto será con qué, o con quién, nos podremos encontrar en nuestra última
estación, cuando, terminado nuestro viaje, nos tengamos que bajar del tren. Eso
ya será otra historia, aunque esta, me temo, jamás podrá ser contada.
Abril de 2013