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lunes, 13 de septiembre de 2010

EL TRAMPOLÍN POLÍTICO


Autor: Constantino Díaz Fernández
 
El deseo de conseguir poder, riquezas, dignidades o fama, es una cualidad que, con mayor o menor grado, está asociada al ser humano desde el principio de los tiempos. No se puede cuestionar que es absolutamente lícito, y hasta necesario, tener aspiraciones, ni se puede negar el derecho a que cada individuo trate de alcanzar su meta particular cubriendo todos sus objetivos. Cuando todo ello se consigue con mérito y esfuerzo, de forma justa y razonable, respetando escrupulosamente  las normas establecidas, se  merece el más alto reconocimiento; pero cuando la ambición se desborda y se trata de alcanzar la gloria terrenal a cualquier precio, de cualquier manera, amén de las responsabilidades civiles y penales en que se pudiera incurrir, debería tener el más absoluto y general repudio.  Entre estos dos extremos se encuentran aquellos que, aprovechándose de una situación de privilegio, como el caso de muchos dirigentes políticos, utilizan todos los hilos del poder para tejer el capullo que les permita pasar de modesta crisálida a radiante y pompática mariposa; todo ello, por supuesto, a costa de los votos del incauto ciudadano y el beneplácito de la masa de tifosi dispuestos siempre a hacer alharacas a cualquier trepa que se cobije bajo su particular bandera. Difícil de definir y más aún de calificar sin faltar a las más elementales normas de la buena educación.

Siempre he entendido la política como una vocación de servicio a la sociedad, una dedicación temporal en la que se ponen a su disposición los conocimientos y experiencias previamente adquiridos, de forma desinteresada, sin ánimo de lucro, con la única recompensa de la propia satisfacción por el deber cumplido y el reconocimiento de la comunidad a la que hemos servido. Es notorio que cuando se ejerce un cargo político que requiere una dedicación exclusiva este suele demandar un gran esfuerzo personal que trasciende a la propia familia del sujeto y, por ende, es obvio que merece una compensación económica digna y acorde con el cargo. No se trata de que el ejercicio de la política le cueste dinero al practicante, aunque han existido casos en que así ha sido; pero, de ahí, a convertir esta actividad en profesión altamente lucrativa, hay un abismo. En las épocas más recientes de nuestra historia, los políticos, salvo las excepciones de toda regla, han venido respondiendo a este perfil. La implantación de nuestra reciente democracia, y más concretamente a partir de la llegada del socialismo al poder (por cierto socialismo muy alejado del concepto tradicional basado en la propiedad pública de los medios de producción y el control planificado de la economía por la sociedad, y aderezado con el aditivo de obrero) parecen haber cambiado las cosas de un modo radical, emergiendo una nueva clase política que, sin ningún pudor, convierte el ejercicio político en una forma de vida, hace ostentación del cargo, moviliza los recursos públicos en su propio beneficio y utiliza el BOE para crearse todo tipo de privilegios, abriendo, de esa guisa, una profunda brecha en cuanto a deberes y derechos con el resto de la ciudadanía, y, por si esto no fuese suficiente, crea las condiciones adecuadas para garantizarse un retiro dorado, compatibilizando, como no, todo tipo de emolumentos. Lo más triste y lamentable es que una buena parte de los dirigentes políticos actuales, en algunos casos ejerciendo de forma simultánea varios cargos y percibiendo remuneraciones astronómicas, difícilmente pueden aportar ningún tipo de experiencia de gestión, dado que, fuera de la política, no han acumulado ni las peonadas necesarias para cobrar el PER. Con esa competencia, no es por casualidad que así nos vayan las cosas.

Utilizar la política como trampolín para conseguir riquezas y colmar las ambiciones personales no es admisible ni presentable. Si, además, el político es de izquierda y forma parte de un partido que se autodenomina socialista obrero es, cuanto menos, obsceno. No se puede admitir que se presuma de socialista, se prediquen políticas de izquierda, y se viva como un burgués; no es compatible. Posiblemente la explicación es que estamos ante un nuevo acontecimiento planetario: la migración del socialismo obrero al “socialcapitalismo”. Por idénticas razones, la acumulación de riquezas durante el ejercicio de un cargo político, y más aún si este es relevante, elevando de forma muy considerable el patrimonio de partida, aunque no se pueda probar de forma fehaciente su procedencia ilícita, no es ético ni moral. Nadie que ostente un cargo de estas características debería mantenerse en el mismo bajo la sombra de sospecha; ni es bueno para la persona ni para la institución que representa, y mucho menos para la democracia.

Nota: Artículo publicado en la edición digital del diario La Nueva España de Oviedo, con fecha 26/07/2010

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