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domingo, 12 de diciembre de 2010

LA CRISIS DE LOS VALORES


  Desde el comienzo de la Edad Antigua, momento en el que fue liquidada la Prehistoria para dar paso a la Historia,  en la que surgieron y se desarrollaron las primeras civilizaciones y se inició la vida urbana, apareciendo las primeras religiones organizadas y el poder político, pasando por el Medievo, la Edad Moderna y los pocos años que llevamos de la Edad Contemporánea (221 años comprendidos entre la Revolución francesa de 1789 hasta nuestros días),  la especie humana ha pasado por muchas y muy variadas vicisitudes, de todo orden y condición; desde grandes acontecimientos que han marcado hitos en los anales de nuestra historia y han representado extraordinarios avances para  nuestra civilización, hasta grandes catástrofes, no pocas veces provocadas por el hombre, que,  generando pánico y dolor, han llevando la muerte y la desolación a millones de personas. Las dificultades, desdichas y tragedias, siempre han sido compañeras de viaje en el difícil camino de la vida, y los esfuerzos, sacrificios y renuncias que, de grado o por fuerza, han sido necesarios para su superación, ha sido el precio exigido para conseguir y garantizar la continuidad de nuestra especie. En nuestros tiempos, algunos antiguos problemas aún siguen estando presentes y vigentes, otros han mudado de fondo o forma, y los fuertes y acelerados cambios sociales que recientemente se han producido han provocado la aparición o el  resurgimiento de terceros; pero, lo que no ha experimentado ningún cambio,  es la imperativa necesidad de superarlos. Nos va en ello la existencia.


El gran desarrollo tecnológico que la humanidad ha experimentado en todos los campos, con especial mención de las técnicas de la información y la comunicación, y la consecuente globalización de la economía, ha colocado al hombre moderno frente a nuevos retos y oportunidades que, a pesar de gozar de una teórica mayor capacitación y superiores medios, no siempre ha sabido gestionar con acierto. Por otra parte, la actual sociedad de consumo, que impulsa al gasto compulsivo de bienes y a una creciente demanda de servicios, creando nuevas necesidades y exigiendo la disponibilidad de elevados recursos económicos para su consecución, hace que haya surgido con fuerza un nuevo estilo de vida caracterizado por el culto al dinero, con todos los riesgos añadidos que tal práctica conlleva. Las recientes crisis del sistema financiero internacional que, sacudiendo los pilares más sólidos y provocando el pánico general en todos los sectores, han arrastrado a la economía a una situación crítica, de la que costará sangre, fatigas, lágrimas y sudor salir (tomando prestadas las palabras que W. Churchill pronunció en 1940 en la Cámara de los Comunes), no  son más que una consecuencia de lo anterior.


  A pesar de que la gran preocupación de la mayoría de las organizaciones públicas y privadas, así como la de gran parte de los ciudadanos de a pié,  está centrada en los problemas económicos, la realidad es que esta crisis no es monográfica sino múltiple. Entre otras que se podrían mencionar, unidas, relacionadas o inducidas por la desmedida ambición de poder, riqueza y posición social, que están padeciendo las nuevas generaciones,  creo que merece especial atención la que afecta a los valores humanos, pervertidos por las nefastas doctrinas que se vienen impartiendo y arrastrados por los malos ejemplos que se están transmitiendo. Las repercusiones más inmediatas se reflejan en la  perturbación del orden natural del ser humano y su relación con el entorno social. La codicia por conseguir y mantener un elevado nivel de vida, y el culto a lo material por encima de cualquier otra cosa, está degradando los principios fundamentales más básicos y conduciendo a nuestra civilización a un abismo del que no será fácil salir.



Los valores morales, más allá de las costumbres, ideologías, el tiempo y el espacio, que se pueden considerar como más esenciales para el normal funcionamiento de una sociedad equilibrada,
tales como el respeto, la honestidad, la lealtad, la tolerancia, la responsabilidad y la solidaridad, son parámetros que nos permiten juzgar la calidad humana de las personas desde el punto de vista de sus actos. Son principios de conducta que surgen y se desarrollan en el individuo, primordialmente en el seno de la familia, infundidos por  influjo de sus miembros y transmitidos de generación en generación. Si la familia falla, como manifiestamente está sucediendo, se irán degradando en progresión geométrica hasta alcanzar las más altas cotas de la miseria. Dado que un individuo vale lo que valen sus valores, y la sociedad lo que valen los individuos que la componen, no parece que la historia que ahora estamos escribiendo vaya a tener un juicio favorable en el futuro. Los errores de unos y la pasividad, cuando no la complacencia, de otros, dejarán una factura muy elevada para las próximas generaciones. Cuando nuestra especie quede desprovista de los valores que la determinan y califican, será cualquier cosa menos humana.


   Sin asumir posturas extremas ni pesimistas, simplemente reconociendo la realidad, sin ambages ni cinismo, es necesario admitir que, cada vez más, la sociedad se está apartando de los valores morales más básicos, eludiendo el ejercicio de introspección para evitar conflictos de conciencia, minando y denigrando profundamente, de este modo, las relaciones humanas.  Las causas que, de forma  independiente o combinada, generan  o alimentan este proceso de deterioro son diversas: la falta de un sistema educativo, auténticamente vinculado con las necesidades reales de los ciudadanos, que proporcione una formación integral adecuada, sin prejuicios ni adoctrinamientos de ninguna clase; la práctica inexistencia de la educación en el seno familiar, que debería actuar como complemento indispensable de lo anterior;  la  influencia negativa de algunos medios de comunicación; el egoísmo exacerbado; el individualismo desmedido;  el creciente materialismo; presiones económicas; pobreza, etcétera, se encuentran entre las principales. Las consecuencias, sensibles en todos los ámbitos, son auténticamente demoledoras: la desestructuración de la familia, sacudida por los conflictos internos y la introducción de modelos que contravienen el orden natural de las especies, donde los hijos, relegados a un segundo plano, son los principales perdedores; la violencia manifestada en el seno de la pareja que trasciende a los niños desde las edades más tempranas, generando un circulo vicioso difícil de erradicar; la pérdida de la cultura del trabajo, sacrificio y esfuerzo, necesaria e imprescindible para el desarrollo económico y social de cualquier país; la falta de respeto a la vida y a la dignidad humana, con expresión especialmente dramática en la legalización del aborto, condenando impúdicamente al ser más inocente, como lo es el concebido y nonato;  la libertad mal entendida que  conduce a múltiples confrontaciones de diversa índole y consecuencias;  la corrupción en todos sus aspectos y formas;  el avance en la acción destructiva de las drogas, etcétera, así como  todos los antónimos que se quieran poner a los  valores esenciales anteriormente relacionados, son lo suficientemente graves como para despertar nuestras conciencias y  nos hagan reaccionar.


Es indudable que cualquier proceso evolutivo implica, en sí mismo, la necesidad de realizar cambios, y que estos necesitan un cierto tiempo para poder ser asumidos de forma natural, sin traumas ni rupturas, por el colectivo afectado. Igualmente lo es el hecho de que en todo cambio se busca un beneficio, sabiendo asimismo que también implica riesgo. Lo importante, para que la aventura no nos lleve al fracaso,  es saber sacar el máximo partido al beneficio controlando y minimizando el riesgo. Trasladado todo esto a la sociedad en la que vivimos, en la que somos a la vez protagonistas y espectadores, todo se vuelve más complejo y delicado. Nuestra capacidad de adaptación se ve continuamente desbordada por los vertiginosos cambios que se producen en nuestro entorno, y la desenfrenada dinámica en la que estamos inmersos nos impide poder tomar un  mínimo respiro para reflexionar sobre lo que está sucediendo a nuestro alrededor. De esta forma, actuando como bomberos, solo nos limitamos a ir colocando parches para salir del paso de lo más inmediato, perdiendo la oportunidad de identificar lo más importante y trascendente. Es como si dedicásemos el tiempo a reparar la fachada y la cubierta de un edificio, sin percatarnos de lo que está socavando sus cimientos. Cuando empecemos a oír los primeros crujidos y a ver las primeras grietas en las paredes, nos daremos cuenta del error cometido; pero, entonces, ya no llegaremos a tiempo.


   En definitiva, y como corolario, no es que estemos ya en el Apocalipsis, pero, si no ponemos especial atención a este complejo problema y no emprendemos, sin demora,  la tarea de rehabilitación de nuestros valores morales, podremos llegar a superarlo. Hoy en día, que, desafortunadamente, la vida se cimenta sobre tan pocos valores, es cuando más necesidad tenemos de recuperarlos; quizás esto sea solo una quimera, pero, en todo caso, depende solo de nosotros.


C. Díaz Fdez
Oviedo, 11 de diciembre de 2010



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